IIINatanael, te hablaré de las esperas. He visto esperar a la llanura durante el estío, esperar un poco de lluvia. El polvo de los caminos se había hecho demasiado liviano y cada soplo lo levantaba. No era ya ni siquiera un deseo; era una aprensión. La tierra se rajaba de sequedad como para recibir más agua. Los perfumes de las flores de la estepa se hacían casi intolerables. Bajo el sol todo desfallecía, íbamos todas las tardes a descansar bajo la terraza, un poco al resguardo del extraordinario resplandor del sol. Era la época en que los árboles coniferos, cargados de polen, agitan fácilmente sus ramas para esparcir a lo lejos su fecundación. El cielo estaba tormentoso y toda la naturaleza esperaba. El instante era de una solemnidad demasiado agobiante, pues todos los pájaros callaban. Ascendía de la tierra un soplo tan ardiente que se sentía cómo todo desfallecía; el polen de las coniferas salía de las ramas como un humo de oro. Luego empezó a llover.
He visto al cielo estremecerse a la espera del alba. Las estrellas palidecían una a una. Los prados se hallaban inundados de rocío; el aire no tenía sino caricias glaciales. Pareció durante algún tiempo que la vida indistinta quería demorarse en el sueño, y mi cabeza todavía cansada se llenaba de embotamiento. Subí hasta el linde del bosque; me senté; cada animal reanudó su trabajo y su alegría en la certidumbre de que iba a llegar el día, y el misterio de la vida comenzó de nuevo a propalarse por cada escotadura de las hojas. Luego llegó el día.
He visto también otras auroras. He visto la espera de la noche...
Natanael, que cada espera, en ti, no sea ni siquiera un deseo, sino sencillamente una disposición para la acogida. Espera todo lo que viene a ti; pero no desees sino lo que viene a ti. No desees sino lo que tienes. Comprende que en cada instante del día puedes poseer a Dios en su totalidad. Que tu deseo sea de amor, y que tu posesión sea amorosa. ¿Pues qué es un deseo que no es eficaz?
¡Cómo, Natanael, posees a Dios y no te habías dado cuenta de ello! Poseer a Dios es verlo; pero no se le mira. Y tú, Balaham, ¿no has visto a Dios a la vuelta de algún sendero, al detenerse tu asno ante Él? Porque te lo imaginabas de otro modo.
Natanael, sólo a Dios no se puede esperar. Esperar a Dios, Natanael, es no comprender que lo posees ya. No distingas a Dios de la dicha y pon toda tu dicha en el instante.
He llevado todo mi bien en mí, como las mujeres del pálido Oriente llevan consigo su fortuna completa. En cada pequeño instante de mi vida he podido sentir en mí la totalidad de mi fortuna. Estaba formada, no por la suma de muchas cosas particulares, sino por mi única adoración. He tenido constantemente toda mi fortuna a mi completa disposición.
Contempla el atardecer como si el día debiera morir en él; y la mañana como si en ella nacieran todas las cosas. Que tu visión sea nueva en todos los instantes. El sabio es el que se asombra de todo.
Toda tu fatiga cerebral proviene, Natanael, de la diversidad de tus bienes. Ni siquiera sabes cuál prefieres entre todos y no comprendes que el único bien es la vida. El más pequeño instante de vida es más fuerte que la muerte, y la niega. La muerte no es sino el permiso de otras vidas, para que todo sea renovado sin cesar; a fin de que ninguna forma de vida detenga eso más tiempo del que necesita para ser nombrado. Dichoso el instante en que resuena tu palabra. Durante todo el resto del tiempo, escucha; pero cuando hables no escuches.
Es necesario, Natanael, que quemes en ti todos los libros.
André Gide _ Los alimentos terrestres - Libro primero